RAUL ELAS REYES


Un añoso amate cubre con su sombra inmensa un paraje marino. Unas canoas lo rodean. Una en particular, grande y en primer plano, nos permite ver su interior. Es otro árbol añoso, ahuecado y curtido por la sal de los mares, que muchas veces ha dejado la tierra para adentrarse en las aguas. Más allá cae el sol sobre los pescadores y se extienden las olas. Estamos ante un óleo de Raúl Elas Reyes, un joven egresado de la primera promoción de la academia de don Valero Lecha.

No poca cosa es que, andando las décadas, una obra primeriza ingrese a un museo. Pero, viéndola bien, es lógico que así sea. Es una obra académica pero la anima la inspiración y, siendo inicial, es también iniciática. Se sitúa a la raíz de lo que caracterizará al gran pintor Raúl Elas Reyes, por una parte, pues consagrará gran parte de su vida a reproducir nuestros paisajes. Se sitúa también a los inicios de un modo de ver y hacer de los artistas salvadoreños que a él mismo, por entonces, se le escapaba. Él nos contó como, en sus años jóvenes, le extrañaba que un escritor como Salarrué abordara la descripción de un amate o de una flor de izote como un autor europeo hubiese abordado la de un abeto o una flor de los Alpes suizos. Después comprendió que Salarrué tenía toda la razón. Lo que no vio, o en su discreción de gran señor pretendió no ver Raúl, era que él había hecho lo mismo al pintar, a inicios de los cuarenta, un amate con técnicas que fueron creadas para decir una encina, un lago con cisnes, un paisaje europeo. No era el primer pintor salvadoreño en hacer algo semejante, pero esa perspectiva cuya necesidad se nos hace ahora evidente no era aún comúnmente aceptada.

Poco después de la guerra europea, el gobierno del coronel Óscar Osorio concedió becas para ir a perfeccionar sus estudios a Europa a tres jóvenes artistas, Julia Díaz, Noé Canjura y Raúl Elas Reyes. Los tres son fundamentales en el devenir de nuestras artes plásticas. A su regreso, Elas Reyes era el mismo pero era otro. Ya no iba a volver a hacer un arte académico y quizás ya no hubiera podido aun si lo deseara. Impregnado de los lenguajes cosmopolitas, abordó nuestros paisajes de otro modo. En las casas humildes escalando los cerros vio, más allá de un paisaje pintoresco, un conjunto de volúmenes de variado cromatismo que era naturalmente cubista. En los cerros del verano requemados por el sol, vio un pretexto para ejercer cuanto había aprendido de los creadores del arte abstracto, sin forzar la aun tímida percepción de nuestros compatriotas de entonces, que consideraban el arte abstracto una aberración. De algún modo, quizás sin pretenderlo, el pintor estaba educando el ojo de los salvadoreños para comprender esas audacias de los maestros europeos o norteamericanos. Era un punto de bisagra necesario. Y algo más cambiaba con Raúl. El paisaje salvadoreño dejaba de ser un relato pintoresco, apto para turistas, para convertirse en motivo de indagación cromática y volumétrica, en pintura pura. Porque, como alguna vez escribió Jorge Luis Borges, "todas las artes aspiran a la música, cuya forma es el fondo". Más tradicional, pero lleno de una rica sensualidad, fue cuando abordó la vegetación tropical, esa selva que rodeaba su casa a las puertas de los Planes de Renderos. Relativamente tarde en su vida, allá por los años setenta, Raúl se dedicó al arte abstracto, creando paneles de figuras que semejaban un alfabeto extraño, influido por esas ruinas mayas que admiraba.

Raúl Elas Reyes nació en San Salvador en 1918 y falleció en la misma ciudad en 1997. El gobierno de Francia le había concedido la orden de Caballero de las Artes y las Letras. Ambas cosas fue, pues escribió también sobre sus colegas con sencillez, con acierto, con elegancia.

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