CONOZCAMOS A ANTONIO GARCIA PONCE
In
Memoriam al pintor salvadoreño.
Por
Manlio Argueta
Apenas
a veinte horas de su viaje al espacio etéreo y eterno sean estas palabras mi
despedida a un artista plástico
salvadoreño. Fui de los primeros en conocer la pintura de Antonio Ponce García,
él llegaba a vernos (al poeta Alfonso Kijadurías y a mí) a la Editorial
Universitaria Universidad de El Salvador (en 1964, casi no salía de mi oficina,
aun me sentía perseguido pero también tratando de liberarme, de “ganar la
calle”, como se decía en esos tiempos, y tema sobre el que escribí un cuento
que me gusta mucho). La oficina, que dirigía el escritor Italo López
Vallecillos, estaba situada en la 8a. y 2a. o Mon. Oscar Romero en el centro
histórico que ahora es un puterío, peligroso pero decente. Siempre lo recorro
como señales de identidad de nuestras vidas de artistas de un pasado que
comenzó a ser favorable a los poetas pero también funesto (1964-1969) porque
nos quedábamos a mitad del camino que habíamos emprendido para llegar a niveles
sociales de equidad y justicia, solidaridad y paz, tal como lo pregonábamos.
Fue
entonces que decidimos con Italo López Vallecillos y otros poetas, hacer La
Pájara Pinta, más que una revista era una especie de desahogo visceral, de
visión por hacer algo importante, que llegara a América Latina. Como sucedió.
En aquel entonces, desde un país invisible en el mundo, los sudamericanos nos
llamaban los poetas de la “pájara pinta”, de un país que debía existir y que se
llamaba El Salvador. Ahí le publicamos sus dibujos a García Ponce. Satisfechos
de hacer transcender nuestra creciente literatura más allá de nuestras
fronteras sin saber que venía años fatales: la guerra. Difícil hablar de
poesía.
García
Ponce, un novato en pintura, se alegraba cuando le decíamos que tenía gran
fuerza imaginativa y que llegaría a ser el mejor pintor de nuestro país, se
ponía serio, entre creer y no creer y luego se tiraba una carcajada (él estaba
comenzando su trabajo de pintor) y nos lo creía; pese a estar iniciando su
carrera mientras los escritores ya habíamos subido algunos peldaños en la
empobrecida carrera del arte (ganando premiecitos que nos mantenían con vida).
No
me equivoqué arriba cuando lo llamo Ponce García, por lo menos así nos dijo que
se llamaba. Entre bromas y juegos con un pintor que comenzaba, le propuse que
mejor se llamara García Ponce (en esa época era muy conocido un narrador
mexicano de ese apellido, también Antonio). “Tienes que llamarte Antonio García
Ponce como el escritor”, le dije; se puso muy contento y muy anuente, era parte
de su personalidad, entusiasta e inocente para aceptar a los dos poetas
jodedores que se tomaban esa confianza con él. Aceptó el cambio de nombre y el
inicio de una fuerte amistad.
Siento
mucho no haber conversado con él luego de mi regreso de Costa Rica, después de
pasar allá 21 años. Ya en El Salvador, cuando comencé a trabajar en la zona del
Centro Histórico (año 2000) lo vi vagar distraído, más de una vez disimuló
verme. Yo también. No sé por qué, quizás un temor a enfrentar nuestro común
pasado perdido entre las tinieblas, la separación de tantos años, yo en la bien
ponderada Costa Rica mientras él a lo mejor se quedó en el país en guerra,
testigo de a saber cuántas tragedias.
Conversé
con alguien sobre el ensimismamiento del pintor y me dijo que por las señales
quizás padecía de una gran depresión, solo era un supuesto pues siempre lo veía
desde la distancia, sin saber el motivo de sus tristezas y abandono. Lo percibí
como abandono, pese a que nunca me cupo la idea que fuese un bohemio o que
descuidara su oficio vital y poético de la pintura.
Nuestro
inmenso Carlos Cañas, padre y maestro del abstraccionismo en El Salvador, es al
único pintor que acepta, “García Ponce es el más valioso, el único que se
salva”, afirma al hablar de las nuevas generaciones. Claro, es una de sus
expresiones muy al estilo polémico del
maestro y amigo Cañas. Por algo lo dice, aunque no comparto su opinión
en un 100%. Tenemos otros artistas plásticos admirables.
Ponce
-en verdad nunca le dije de otra manera- me dejó varios de sus cuadros de
pintura que por mi vida trashumante fue
difícil conservar, mis escasas pertenencias las dejaba en casa de amigos y
familiares cuando forzosamente abandonaba el país; las dejaba en depósito; me
cabe la satisfacción que los cuadros aun los conservan.
Mi
error existencial: jamás le pregunté qué le pasaba, pese a advertir que se
estaba autodestruyendo, parecido a un enorme dolor, víctima de una realidad que
todos o la mayoría de salvadoreños hemos experimentado y con esfuerzos logramos
superar o disimular.
Ponce
quizás no pudo disimularlo. Varias veces lo encontré, ambos caminando en el
centro histórica. La última vez no hace ni siquiera cuatro meses, pero como que
entre los dos se erigió un distanciamiento de timidez (aunque no lo parezca, es
uno de mis defectos que pocos saben porque si lo digo no me creen; pero tampoco
importa).
Con
el maestro de escuela rural en Guazapa que nos visitaba, al poeta Kijadurías y
a mí en Editorial Universitaria, que bauticé como García Ponce, en ese entonces
aprendiendo a pintar, y que nos seguía la corriente -a mí y a Kijadurías, al
grado de aceptar cambiarse de nombre- quedo con una deuda pendiente: la
imposibilidad de repetir esos momentos
difíciles de los años 60, pero constructivos en el arte y la literatura.
Quema
la incertidumbre de por qué perdió su alegría; la pena y el sentimiento de no
haberlo encarado. Lo investigaré en sus colores que son su sangre, sus nervios,
el corazón de un artista, ahí donde vivirá desde estas horas nuestro querido
García Ponce.
San
Salvador, América Central, junio 21 de 2009.
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