jueves, 6 de mayo de 2010

LOS POETAS NO SE MUEREN- POR ELISEO ALBERTO DIEGO

Los poetas no se mueren nunca —y menos, si los matan: es ley de la vida y también de la muerte. En todo caso se convierten en fantasmas muy tenaces. Los verdugos lo saben en carne propia porque cada letra del poeta, cada palabra suya, cada verso limpio, les pega como una bofetada. La única eternidad posible será la que conceda la poesía. La poesía es don del hombre. “País mío no existes/ sólo eres una mala silueta mía/ una palabra que le creí al enemigo”, dijo mi querido Roque Dalton meses antes de que sus jefes guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) le metieran un balazo a traición, el Día de las Madres de 1975, a cuatro tardes de cumplir 40 años —hace ya treinta y cinco.

Cuando conocí a Roque, en la colmena habanera de los setenta, él era el poeta más simpático del mundo. Lo recuerdo vestido con una camisa blanca de mangas cortas, pantalón cualquiera y unas botas altas, mal acordonadas. Más delgado que su malicia, tenía buena fama de polemista. No soportaba los caprichos del poder ni el poder de los caprichosos, y se peleaba de palabras con sus superiores o subordinados, de igual a igual. Había logrado una pronta consagración con su libro El turno del ofendido e iba dejando a su paso por la ciudad un rastro de anécdotas (casi siempre inverosímiles) más un reguero de amores que se sumaban, en centroamericana fugacidad, al libro de las leyendas urbanas. Para acreditar sus hazañas con pruebas de rigor, El Flaco Roque hubiera necesitado ser El Gato Dalton y consumir más de siete vidas; así y todo, creo que tendría que robarse otras tantas en alguna barata de mercado. Cómo explicar, sin creer en Dios, sus mil quinientas páginas de poemas, sus dos escapes de la cárcel minutos antes de ser llevado ante un pelotón de fusilamiento, sus andanzas por todas las callejuelas de Praga (persiguiendo la escurridiza sombra de Franz Kafka), sus travesuras en la Corea sin humor de Kim II Sung y, por último, la confianza que tuvo en sus camaradas de guerrilla aún sabiendo que ellos envidiaban rabiosamente su inteligencia, su carisma y sus cojones.

“¡Qué cosa tan jodida es descansar en paz!”, dijo el autor de Taberna y otros lugares sin saber que él nunca tendría el privilegio del reposo pues sus matadores siguen sin atreverse a decirnos por qué lo acusaron de ser agente de la CIA si sabían bien que era una calumnia —ni dónde rayos lo enterraron horas después, aquella noche de primavera. Muy cerca de la casa donde le dispararon en la nuca, las mujeres más lindas del continente desfilaban por la pasarela de un concurso de belleza. No me extrañaría que lo primero que haya hecho el espíritu de Roque fuera irse volando a verlas modelar: ni cadáver, un hombre como él se perdería esos bikinis.

El presidente salvadoreño Mauricio Funes acaba de nombrar en un alto cargo de su gobierno a Jorge Meléndez, el valiente comandante Jonás, un hombre que lleva en el cuerpo varias heridas de guerra y, en el alma, la inconfesada pena de haber sido uno de los ejecutores del poeta y su compañero en la muerte, el obrero Armando Arteaga, alias Pancho. Los otros comandantes implicados, aún vivos, son Alejandro Rivas Mira y Joaquín Villalobos —según confesión pública del propio Villalobos. “Fue un tremendo error”, reconoció entonces. En entrevista reciente, un Jorge Meléndez acorralado dijo al periodista Tomás Andréu: “Yo no recuerdo el asesinato de Roque Dalton, recuerdo un proceso político en el cual salieron muertos varios compañeros (…) No soy asesino de Roque Dalton. En ese proceso del ERP con mucho orgullo yo soy partícipe. (…) Las guerras son situaciones excepcionales de mucho dolor, de muchos muertos, de faltas de ley, de decisiones siempre arbitrarias (…) Yo estuve ahí y sé lo que pasó”. Han corrido treinta y cinco mayos y Jonás no la ha aclarado nada.

La familia Dalton, de la cual me siento parte por razones largas de contar, sólo pide que se sepa la verdad. Juan José y Jorge, hijos de Roque, quieren rescatar el cuerpo del poeta: esta semana, encabezan una cruzada a favor de la justicia. “No sabemos a dónde fue a parar su cadáver, no hemos tenido esa oportunidad de ponerle una flor (…) Los responsables de las torturas sicológicas y físicas que mi padre y Armando Arteaga sufrieron durante su cautiverio, tienen nombre y apellido. El gobierno (del presidente Funes) tiene dos caminos: rectificar y despedir a Jorge Meléndez o ser cómplice de uno de los involucrados en el crimen. Mayo seguirá siendo un mes sumamente triste e injusto. Muy injusto”, ha dicho Jorge.

Roque escribió: “No temáis por mí y perdonad que me retire por un momento. Voy a reírme de vosotros”.

Vosotros son ellos.

Eliseo Alberto.

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